Hola a todos.
No sé a ustedes pero a mí me gusta Zaragoza mogollón. De verdad que no he hecho muchas visitas a esta hermosa ciudad bañada por el Ebro pero aun así las ganas por volver aumentan en cada una de ellas. Posiblemente es la Virgen del Pilar quien desde su Basílica me atrae y me llama. O son sus gentes, personas activas que generan en mí estímulos posítivos, al igual que lo hacen los abundantes árboles que puedo ver por parques, jardines y aceras. Esta ciudad, al igual que todas las ciudades que se precien, va mostrando al viajero sus encantos poco a poco. Un plácido rincón aquí, una bella fachada en una casa escondida, una tienda antigua, un escaparate decorado con primor. El viajero, si es curioso, encuentra detalles que se escapan al caminante que sólo mira adelante. Cerca del hotel en que nos hospedamos, una casa de varias plantas de estilo modernista con esquina a dos calles llama mi atención. Es preciosa con sus balcones labrados y las filigranas de flores de las paredes exteriores; busco en ella la historia de la ciudad de principios del pasado siglo y me habla de esplendor, de buenos tiempos y de mejores labrantes.
En este mi último viaje -de momento- a Zaragoza he descubierto tres cosas, a saber: unos estupendos restaurantes con cocina aragonesa en los que pude comer las migas, el ternasco de Aragón, y un buen plato de conejo estupendamente cocinado; los tapices que guarda La Seo, que como nos informan, es una colección de sesenta y tres piezas de gran calidad astística y extraordinario valor por su rareza y antigüedad; preciosos tapices, digo yo, que quedo pensando como pueden hacer semejantes obras de arte entrelazando hilos de diferentes colores en la urdimbre de un telar; y por último el frío, no muy intenso todavía, que hace que los viandantes se arropen hasta las orejas. ¿Habrá sido el cierzo o es el viento que baja desde el Moncayo, según me advirtió al llegar un amable taxista?
Te deseo un buen día.
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