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En esta plaza había una cantidad de casetas (bien colocadas, todas iguales en las que sólo cambian el titular y de color blanco que no desmerecen en absoluto) con venta de productos artesanales, cerámica, manualidades, artículos de vidrio y otros varios con alimentos de la tierra. Era un punto más de lo que fuimos encontrando en la ciudad: Plaza d
e España y Paseo de Independencia, Plaza del Pilar y otras calles de los alrededores que era un bullir de gente con una presencia grande de mimos y prestidigitadores, de ecuatorianos y de otros países hermanos, de subsaharianos con su color negro y su aspecto inequívoco de inmigrantes, de españoles de raza gitana, de orientales en una amalgama de razas y colores y actividades. Los mimos parecían estatuas en una quietud fija hasta que el sonido de una moneda les hacían sonreír y moverse; quien hacía de Charlot, quien de pistolero, otro de marinero en su barco, una bruja, una joven princesa oriental, aquella ofreciendo manzanas y otra un poco mayor imitando a una vendedora de flores. Había quienes no paraban como el que representaba a un centauro y otro dentro del disfraz de un elefante que movían sus esqueletos en un frenesí imparable llamando la atención de la parroquia. En un teatrillo de un metro y medio de altura alguien imita al gran cantante Louis Armstrong acompañado por cuatro chicas del coro, y en otro un saltimbanqui salta y representa una obra de teatro de risa.
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Los
ecuatorianos nos ofrecían sus CDs con música relajante de su país; tres indios sudamericanos ataviados con plumas y trajes como animales bailaban contorsionando sus cuerpos al son de una música frenética; los hipies nos ofrecían sus mercancías; una mujer tocaba el violín intercalando melodías clásicas y románticas; los negros nos ofrecían sombreros, pañuelos recuerdos de Zaragoza y algunas figuras de madera; los gitanos corrían al ver a la policía local llevando consigo los grandes globos de colores que ofrecían para los pequeños en una multicolor carrera, y mientras, alguno trataba de limpiarte los zapatos y las mujeres de leerte la buenaventura mientras te daban un pequeño ramo de hojas secas.
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Todo dentro de un orden perfecto y sin problemas visibles con una enorme cantidad de personas entre los naturales y los venidos de todas partes. Era el preludio de las fiestas: el anticipo de las ofrendas que pudimos ver y gozar.
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